La solidez de los -evidentemente antisemitas- Juegos Olímpicos de Berlín 1936 pendía de un hilo. Pero entonces, llegó la esgrimista que salvaría su destino. Una paradoja únicamente posible en contexto dictatorial: Helene Mayer, la atleta judía que luchó por sus ideales aun bajo símbolos nazis.
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Alemania de 1919. La imagen de Adolf Hitler comienza a vislumbrarse en un país amedrentado por una guerra mundial y, consecuentemente, por cuestiones sociales, económicas y políticas. Un territorio debilitado en el que, paralelamente, un régimen se fortalece a fines de enfrentar al también frágil gobierno democrático de turno. Se trata del anterior Partido Obrero Alemán que muta a Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán o «Partido Nazi» y se levanta sobre bases de nacionalismo extremo, antimarxismo y -una de sus más representativas- el antisemitismo.
Hacia 1933, Hitler ya representa el tipo de líder carismático de intachable oratoria que no cesará de ascender en cargos (con ese poder amenazante, a la vez convincente, de retórica como principal arma de «autoritarismo consensuado»). Finalmente, el 30 de enero de ese año se lo nombra presidente de Alemania, no elegido por el pueblo alemán, igualmente en forma legítima.
Avanzan los años y el partido se vuelve dictadura; los medios, su poderoso aliado para demostrar una (falsa) legalidad y la democracia, solo una fachada. Pero eso no es todo, porque se acercan los Juegos Olímpicos (JJOO) y, con ellos, la posibilidad de fortalecer aún más su gobierno e ideales antisemitas. Porque dentro de los términos a cumplir, aparecía la negativa a aquellxs atletas judíxs que quisiesen participar. Además, desde el Ministerio de Propaganda (y la misma prensa) se ejerció una censura activa sobre los medios, específicamente en la cobertura de los juegos.
Pero dentro de todas las directrices, una destacó por sobre las demás: « No se debe hacer ninguna mención sobre la ascendencia no aria de Helene Mayer ni sobre sus expectativas de lograr una medalla de oro en las Olimpíadas ».
Mayer fue aquella prodigio en esgrima que, luego de un historial de campeonatos exitosos, logró la medalla de plata en los Olímpicos de 1936 y le dio el oro al evento completo: las olimpiadas no hubiesen sido posibles sin su participación.
Resulta que estos no significaron el debut de la atleta (ni su primera participación en un torneo como tal). La carrera de Helene comenzó a los trece años. Desde entonces, hasta sus veinte, ya se consagraba como campeona de Europa y el mundo, con participación en seis campeonatos nacionales y un título en Italia. En 1928, con dieciocho años, ganó su primer oro en los Olímpicos de Amsterdam. Desde entonces, su cara fue reconocida en cada rincón del país.
En 1932 tuvo lugar un nuevo evento de Olimpiadas en Los Ángeles. En esa oportunidad, Helene obtuvo el quinto puesto en esgrima; un reconocimiento más que exitoso entendiendo atravesaba el reciente fallecimiento de su novio y la pérdida de su padre un año antes.
Para entonces, Alemania vivía el ascenso de Hitler y, junto a él, su racismo como política de estado. Mientras la esgrimista continuaba sus estudios en Estados Unidos, el mismo antisemitismo hitleriano, hacía que, en las calles de Alemania, su imagen desapareciese poco a poco. Por su ascendencia judía, a Helene le quitaron membresía en el Club de Esgrima de Offenback y gran parte de sus derechos como ciudadana.
Todo se acercaba al exilio pero, contra cualquier pronóstico, Mayer resultó la pieza fundamental para hacer posibles los nuevos Juegos Olímpicos. Los lineamientos políticos del partido nazi evidenciaban un evento de tinte absolutamente antisemita. Por tanto, desde el país que ahora alojaba a Helene (con apoyo de Canadá, Francia y Gran Bretaña) se encabezó una protesta ante el Comité Olímpico Internacional (COI) a fin de evitar la propaganda nazi. El Comité advirtió necesaria la inclusión de unx atleta judíx-alemanx en el evento. Fue así que Hitler vio en Mayer el salvavidas para que los Juegos no se hundiesen; de no haberlo hecho, podrían haber sufrido un boicot internacional que los llevase a no ser celebrados.
Por su parte, la invitación a probarse en el equipo de esgrima fue tan rápidamente aceptada por Helene como su clasificación a la misma. Y aún con su convocatoria, el fraude se manifestaba sin pudor: de los veintiún deportistas judíxs invitadxs, veinte quedaron fuera de competencia. Pero con ella dentro del equipo de esgrimistas, los JJOO ya no presentaban obstáculo para comenzar.
El 1º de agosto de 1936 se dio inicio al evento y la competencia se desenvolvió «normalmente». Mayer obtuvo medalla de plata en su disciplina y se ubicó en el podio junto a otras dos esgrimistas también judías (Ilona Elek con el oro y Ellen Preis con el bronce). Un podio, entonces, en su totalidad semita que –contra esos ideales- debió levantarse bajo la esvástica que izaba la bandera alemana (en el caso de Helene, sumando el saludo nazi).
La deportista recibió, ante esto, numerosas críticas a las cuales respondió objetando que parte de las condiciones de participación resultaba realizar dicho gesto. Aun cumpliendo cada una de esas exigencias, Mayer no volvió a ser convocada. Sin más, tomó sus cosas y volvió a exiliarse en el país norteamericano. Una vez allí, modificó su apellido a Meyer, obtuvo la ciudadanía estadounidense y gano varios campeonatos bajo esa nacionalidad. El país la acogió casi hasta el fin: el 15 de octubre de 1953 (a sus 42 años) falleció en Alemania.
La imagen de una luchadora que abogó por la pasión más allá de los límites (geográficos y discriminatorios). La fortaleza femenina encarnada en la esgrimista que defendió deporte, pasión e ideales sin capa pero con espada. La fortaleza de Helene Mayer.
Martina Belén Musso
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